Cuando éramos jóvenes e inocentes...

 "¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?", la novela de Lorrie Moore que me llevó a abrir el baúl de los recuerdos





Parte 1

Los recuerdos que desató la novela de Lorrie Moore



Estuve releyendo una novela que es muy especial para mí, "¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?", de la autora estadounidense Lorrie Moore, que ya reseñé, porque es un libro que me gustó mucho, tanto, que el año pasado me lo compré. Tengo la única edición que hay en castellano, traducida por Inés Garland y publicada por la Editorial Eterna Cadencia. 

"Hospital de Ranas" es importante para mí porque es una novela de aprendizaje: narra los recuerdos, en primera persona, de Benoîte-Marie Carr, una mujer de cuarenta años que está de vacaciones en París con su marido, Daniel. A partir de una cena en un restaurante, ella comienza a recordar los años de su adolescencia en un pequeño pueblo cercano a la frontera canadiense, Horsehearts. 

Berie y su esposo están pasando por una crisis en su matrimonio y para tratar de recomponer su relación, viajan a Francia. El personaje más importante de la novela es Silsby Chaussée, la mejor amiga de Berie en su juventud, a quien recuerda con nostalgia, porque habían perdido el contacto hacía años. La vida, por diversos motivos que no voy a mencionar para no spoilear el libro, las termina separando en su adultez. 


Moore cuenta las aventuras de su protagonista, que fue quinceañera en los años '70, describe con habilidad y talento los bailes hasta la madrugada en los bares, los conciertos en la época post hippie (el flower power), los primeros romances de las chicas, la música que escuchaban, las canciones que cantaban, las meriendas en las hamburgueserías, las escapadas al cementerio por las tardes donde fumaban, el trabajo de verano en el parque de diversiones Storyland... Lorrie Moore es una escritora magnífica, logra ponerse en la piel de una adolescente de una manera verosímil, con su narración, te lleva directo al Estados Unidos de los setenta, recrea con maestría cómo era la sociedad de la época... y también nos muestra, con mucha sensibilidad, a la Berie de cuarenta, golpeada por la vida, atrapada en un matrimonio infeliz, tratando de recordar la época en la que fue una jovencita despreocupada y aventurera, insegura, con todo el futuro por delante. 

Berie Carr encuentra en Sils, su amiga, a la hermana que no tuvo, que le ayudaba a mitigar la soledad que sentía en su casa, con unos padres que no se ocupaban demasiado de ella. Se siente disminuida porque Sils era más linda, guapa, curvilínea y atractiva, llamaba la atención de todos los hombres, mientras que a ella, la miraban con indiferencia. 

Cuando leo éste libro, no puedo evitar recordar mi adolescencia
, que la pasé en un pueblo de 40.000 habitantes. Berie, la protagonista del libro de Moore, tiene la posibilidad de estudiar en la universidad y mudarse a una ciudad más grande, no como su amiga, quien no tenía dinero para costearla y se queda trabajando en la oficina de correos del pueblo. Desde el momento en el que Sils no puede acompañarla, Berie se da cuenta de que hay una brecha que las separa, que ya no serían amigas para toda la vida y compartirían todo juntas. Que fue lo que me sucedió a mí con las mías. 

Éramos cuatro en mi grupo de amigas de la escuela secundaria (les cambié los nombres para respetar su privacidad): Antonella y Carla, que eran las chicas más lindas de todo el curso, rubias de ojos verdes, hegemónicas, hermosas ambas, Yanina, morena de ojos negros, con la que tenía más afinidad y una amistad más profunda, y luego estaba yo, que era muy pálida, delgada y alta, de piernas largas. A los catorce y quince años, éramos inseparables: mirábamos películas juntas, leíamos los mismos libros y estudiábamos en equipo para aprobar las materias de la escuela.

Con ellas, tuve las primeras salidas a las discotecas: recuerdo la primera vez que fui a un boliche (era uno pequeño, de una ciudad mediana, 70.000 habitantes), a los 17 años, tenía un vestido de encaje negro, corto, que me llegaba hasta arriba de las rodillas. Me lo había prestado mi hermana. Ésa noche de abril llovía a cántaros y yo miraba anonadada las luces de la discoteca, la gente amontonada bailando, escuchaba la música atronadora que sonaba en la pista, desde el segundo piso, sorprendida porque era un mundo nuevo para mí. Con mis amigas, conocí los primeros bares, lugares donde pasaban rock -que es música más de mi gusto-, las chicas bebían cerveza y yo me pedía un Dr. Lemon o Gancia con limón, porque no bebo vino o cerveza, no me gustan. Siempre fui una pésima bailarina, así que salía al baile más que nada para acompañarlas y conocer chicos, pero de esto, no voy a hablar por éstos lares. 

Me acuerdo, con cierta nostalgia agridulce, de todo lo que vivimos en tan pocos años, de lo rápido que se terminó. Las primeras fiestas de quince -tratábamos de vestirnos elegantes, como señoritas, yo usaba vestidos color púrpura o lila en ésas ocasiones- en las cuales nos quedábamos bailando hasta la madrugada con nuestras compañeras de curso. Algunas de mis amigas, tuvieron sus primeras experiencias con los varones: los primeros novios, los besos furtivos en medio de la música y el humo de las discotecas, los amores fugaces de la adolescencia...

En la escuela, nos sentábamos en grupo, las cuatro. Cuando nuestras profesoras nos tapaban de tarea, Carla lideraba las de Matemática y Ciencias Naturales (tenía habilidad para ésas áreas, por eso estudia Medicina) y yo, las de Literatura y Humanidades, que eran mi fuerte. Éramos las dos mejores estudiantes del curso y conformábamos un buen equipo juntas. Así sobrevivimos a la escuela secundaria, yo fui a una escuela técnica. Ése año, teníamos 18 materias, cuando en un colegio normal suelen ser doce o trece. Éramos 25 alumnas, y en el último año, lo que hoy sería sexto, egresamos sólo once. Las demás no aguantaron la exigencia y la cantidad de materias, se cambiaron a otras escuelas. Era un colegio privado, católico, de mujeres, no había varones. 

Yo, como la Berie de la novela de Lorrie Moore, era una quinceañera muy delgada y alta -ya medía 1.70mts para aquel entonces, les sacaba una cabeza a mis compañeras de colegio-, que recién empezó a tener más forma de mujer a los 17 o 18 años. Y hasta por ahí nomás, porque hasta el día de hoy, con un par de kilos menos, podría decirse que tengo "cuerpo de muchacha". Mis alumnos y compañeros de trabajo me dan 25 años, no 31. 

Sigo siendo delgada, con más curvas en las caderas que en el pecho. A diferencia de Berie, que estaba obsesionada con que le creciera el busto (cosa que le sucedió, al final de la novela), yo nunca superé la talla noventa de corpiño o sostén/sujetador, depende el país desde el que me lean.  No ha sido fácil vivir con eso y aceptar mi cuerpo tal cual es en un país como la Argentina, donde la mujer linda y sexy debe tener muchas curvas; pechos grandes y voluptuosos. Es lo que la naturaleza me dio, yo no voy a ir corriendo a un quirófano a implantarme siliconas para complacer a los demás o cumplir con un estereotipo de belleza. "Podrías ser una mannequin, una modelo de alta costura", me dijo una vez mi depiladora, con afecto, que es una de las pocas personas que suele verme desnuda. Y yo, sonreí con picardía para mis adentros. 


Lo que fue de ellas...



Yo no era una adolescente coqueta, como mi amiga Antonella, que estudió modelaje, aunque nunca pudo ejercer esa profesión y vivir de eso, porque le faltaba altura -que siempre me envidió y me lo decía- y delgadez (se la pasaba haciendo dieta porque es de complexión robusta y en la escuela de modelos le decían que tenía que estar más flaca). Como se le frustró ésta carrera, se terminó dedicando a otra cosa que le redituó mucho dinero en poco tiempo. Les dejo una pista: hace el mismo trabajo que la hermana de Verónica Balda, la protagonista de "La muerte ajena", la novela de Claudia Piñeiro. La diferencia es que ella se quedó en su ciudad pequeña, nunca se mudó a Buenos Aires. 


Cuando terminamos la escuela, en el 2011, yo me mudé cerca de la capital, la Ciudad de Buenos Aires, a una ciudad grande del conurbano (mi ciudad natal, donde viví hasta los 13 años y sigo viviendo hasta el día de hoy) y no la vi más. La última vez que las visité, a mis amigas de la adolescencia, fue en el año 2018, en un viaje corto que hice al Interior, para visitar a unos familiares. Tomé el micro, el ómnibus y fui a ver a Antonella y a Yanina, porque Carla estaba en Rosario, Santa Fe. Me quedé dos días en ésa preciosa ciudad a orillas del río Paraná y me di cuenta de que nuestra amistad quedó sumergida y terminada en el pasado. 

Yanina estaba más interesada en pasar tiempo con su novio que conmigo, al punto de que la última noche me dejó sola en su casa y se fue con él. Y Antonella, quiso verme para mostrarme su nuevo estatus económico y decirme, con desdén que "Yo estaba igual, pero con el cabello rojo", es decir, yo era una fracasada al lado suyo. Ella, a sus 23, ganaba mucho dinero, tenía un IPhone, una camioneta 0km, viajaba al Caribe y se alojaba en hoteles cinco estrellas y tenía carteras de marcas muy caras. Organizaba fiestas multitudinarias en casas quintas con piscina que alquilaba. Yo era una estudiante universitaria de 23 años, que no progresó tan rápido como ella, entonces, era digna de lástima. Me di cuenta, de que ésa chica materialista y superficial era una desconocida que no se parecía en nada a mi amiga de la adolescencia. Tuve que hacer el duelo de la amistad perdida. Yo nunca voy a poder ser amiga de una mujer así. 

Con Yanina, que era mi amiga más cercana, nos distanciamos, nunca nos peleamos, sino que ella se cambió de colegio cuando faltaban dos años para graduarnos, luego yo me mudé y dejamos de vernos. Tiene otras amistades, tuvo varios novios y lamentablemente, está metida en algunas adicciones, lo cual me da muchísima pena y tristeza, porque nos criamos juntas. La última vez que la vi, estaba muy mal. Espero que esté mejor. 


Por su parte, Carla, la más hermosa del grupo -la chica más linda que yo conocí en mi vida: pálida, de ojos verdes enormes y cabello rubio largo- se mudó a Rosario hace varios años con sus nuevas amigas y estudia Medicina. No sé si se graduó, nunca la volví a ver. Me dijeron que jamás la ven por su ciudad natal, donde viven Antonella y Yanina. 

Como conté antes, yo no era una adolescente coqueta y obsesionada con la moda. Escuchaba rock, punk, me vestía de negro, con cintos de tachas (quería lucir como Avril Lavigne, mi ídola) remeras de bandas y usaba una mochila de la banda Nirvana, con el rostro del rubio pelilargo Kurt Cobain, a quien amaba. Apenas me peinaba y maquillaba. Además, yo era amiga de las dos chicas más hermosas del curso, las más guapas. ¿Quién iba a fijarse en mí, con ellas al lado mío? Nadie. Yo pasaba desapercibida en esa época. Como Berie, la protagonista de "Hospital de Ranas", yo me sentía el Patito Feo del grupo. Aunque Yanina se arreglaba menos que yo y era bastante sombría, al estilo emo, gótico, que estaba de moda en ésa época. 

Tal vez por ese motivo, por crecer junto a las jovencitas más lindas de la escuela -con sus cuerpos más desarrollados que el mío- yo no era una chica a la cual la volvía loca la estética, la ropa, el verme "elegante" no era algo importante para mí. Tampoco quería "tirarme el placard encima", como les sucede a otras mujeres, que se obsesionan con el aspecto estético y visual de su apariencia. Y hay algo relevante que debo resaltar: tampoco tenía el dinero necesario para hacerlo. La situación económica de mi familia no era fácil. No podía darme el lujo de gastar dinero que no tenía en indumentaria y calzado. Yo soy argentina, de Latinoamérica. Puede que a mis lectores europeos les cueste un poco más comprender esto, pero los latinos, me van a entender.  

Mi adolescencia fue austera, humilde. Y hoy de adulta, es algo que tengo grabado a fuego en mi memoria. Por eso aprendí a valorar otras cosas: los libros, los amigos, la música, los momentos compartidos. Yo no fui una niña rica o una niña bien. Era (y sigo siendo) una chica de clase trabajadora, media baja, del conurbano bonaerense. Tal vez si hubiera nacido en Recoleta en una familia de clase alta, me vestiría diferente. El dinero, en mi familia, era para la escuela y los estudios. No alcanzaba para más. Mis compañeras tenían padres que les podían comprar celulares caros, ropa, computadoras, pagarles salidas o vacaciones... yo no. Me las arreglé con lo poco que tenía. 

Yo era un personaje secundario en mi grupo de amigas y en la escuela
, nunca quise ser la protagonista de la fiesta, deseaba pasar desapercibida. Y tuve suerte porque no había varones allí. Me había tenido que cambiar de colegio a los 14, apenas mudada al pueblo, porque la chica más popular del curso y sus amigas me odiaban porque su ex novio se había encaprichado conmigo, un chico que yo no sabía ni quien era. Para mí, era más conveniente no arreglarme y pasar desapercibida para ser aceptada por las demás chicas de mi nuevo colegio y que no me hicieran bullying o me dejaran de lado, como me había pasado en el anterior. Por eso no era más femenina o explotaba mi belleza o aspecto físico. Era una cuestión de supervivencia. Lamentablemente, en mi vida adulta no pude volver a utilizar éste método. No me funcionó más. 

La cuestión es que hoy en día
 tampoco soy una mujer adulta coqueta, me cuesta mucho arreglarme, vestirme "elegante". A mí me interesan otras cosas (los libros, la música, las películas o series) nunca quise ni quiero ser una Barbie, eso déjenselo a mi antigua amiga Antonella. Yo no uso stilletos, ni medias de encaje o faldas cortas como las mujeres de los años cuarenta o cincuenta. Soy de las que prefieren un pantalón de jean y un par de zapatillas, como Avril Lavigne (por supuesto que sé adecuarme al contexto, en mi graduación utilicé una camisa y una falda con sandalias de plataforma, porque era un acto de gala). Yo quiero estar cómoda, no ser una mujer florero ni vestirme híper sexualizada para que los hombres me miren y me hagan piropos. No lo necesito para verme "bonita". "Uses la ropa que uses, sos sexy igual", me dijo una vez un hombre muy guapo y dulce. A él no le importaba la ropa que me ponía. Sino que veía lo que había adentro mío. "Te veo caminar y parecés una modelo", acotó, deslumbrado, en su momento. Me causó mucha gracia porque yo soy una chica de libros, no de pasarelas. Pero él era muy observador y ocurrente. Daban ganas de comérselo a besos de lo inteligente, tierno y lindo que era.

Más allá de recordar cómo era la "Cassandra" adolescente (el libro de Lorrie Moore y la historia de Berie me remontaron a esas épocas), ésa chica que amaba a Bon Jovi, Nirvana, The Ramones, Guns N' Roses, las remeras de bandas, los cintos de tachas y las zapatillas botitas Converse All Star de cuero negro, quiero detenerme en uno de los momentos más felices que viví con mis amigas: nuestro viaje de egresados en una ciudad que nombro mucho por éstos lares: Tandil, la tierra de origen de mi tenista favorito, Juan Martín del Potro. 


Parte 2

Octubre de 2008: el viaje de egresadas a Tandil



Yo no tuve la oportunidad de viajar mucho en mi vida adulta, por cuestiones personales y económicas. Nunca salí de Argentina, no conozco otros países. Cuando era niña, fui tres o cuatro veces de vacaciones con mis padres. Primero, a la costa atlántica, a Miramar y a Mar de Ajó, pero no recuerdo mucho porque tenía 5 o 6 años. Hay fotografías mías y de mi hermana construyendo castillos en la arena y paseando en el tren de los niños en la costa. 

Las vacaciones de las que más tengo memoria fueron las del año 2005, en las cuales mi padre nos llevó 10 días a Córdoba, una provincia del centro de Argentina, repleta de montañas y sierras. Nos alojamos en un hotel con una piscina enorme, era enero, hacía un calor infernal de 40 grados, mi hermana y yo no queríamos salir del agua. Nos hicimos amigas de unas niñas de la provincia de Santa Fe y vivíamos jugando. En ésa época, tenía 9 o 10 años, así que yo saqué todas las fotografías de ese viaje, con una cámara Polaroid analógica que me habían regalado para mi Comunión. Mi padre, a pesar de nuestras protestas por querer permanecer en la piscina, nos llevó en el auto a recorrer todo el Valle de Punilla (Río Ceballos, La Falda, Cosquín, donde se hacen los festivales de folklore y rock, Los Cocos, el dique San Roque...) y también, conocimos Córdoba capital, una ciudad hermosa, de las más antiguas de la Argentina. Fuimos al zoológico y fotografié a mi padre dándole de comer a un búfalo enorme. Amé ésas vacaciones y adoré Córdoba. 

Mi madre apenas cocinó durante ése viaje -mi padre nos llevaba a almorzar y cenar afuera casi todos los días- y trataba de mirar los capítulos de la telenovela "Pasión de Gavilanes", que emitían en el canal Telefé, en la televisión del hotel, porque en aquella época, no existían los streamings como Netflix.

Ése fue el último viaje que hice con mis padres y mi hermana. Dos años después, la situación económica de la familia era otra y se acabaron para siempre las vacaciones, ya no podíamos costearlas. El siguiente viaje que hice fue con la escuela, a los 14 años, cuando ya era una adolescente. Cuando cursaba lo que hoy sería tercer año de secundaria, mi curso, 9°año, egresaba junto a las chicas de 3°ro Polimodal, es decir, sexto año. La escuela nos llevó de viaje de egresadas a Tandil, viajamos junto a la directora, la secretaria y tres profesoras. Las alumnas del último año, mayores que nosotras, fueron muy simpáticas y amables, unas compañeras geniales. 



El lago del dique en el centro de Tandil. La fotografía la tomé yo, no se ve nítido porque la cámara no era muy buena




Tandil se encuentra en el sur de la provincia de Buenos Aires, a 350km, son 4 horas y media de viaje en automóvil. Queda en medio de las Sierras de la Ventana, es una ciudad turística muy famosa. Tandil, para mí, siempre va a ser especial, porque fue el primer y único viaje que hice con mis amigas. 

Nos quedamos 3 días en la ciudad serrana, como íbamos a una escuela católica (y el colegio no tenía dinero suficiente para pagarnos un hotel), nos alojamos en una Casa de Descanso llamada San Ramón Nonato del Seminario San José, a las afueras de Tandil. Era un lugar precioso, antiguo, de ambiente gótico. No era un sitio lujoso y súper confortable, sino modesto, pero a mí me encantaba, porque había estatuas lúgubres en el parque, una capilla antigua con unos vitrales hermosos, tumbas de miembros de la familia que donó el predio a la Iglesia para que se construyera el Seminario, es decir, el lugar donde se estudia para ser sacerdote. Se podría haber filmado una película de terror allí. 

La capilla del lugar donde nos alojamos



Todavía conservo el álbum de fotografías que tomé en Tandil. Lo cierto es que fueron pocas, porque tenía miedo de quedarme sin rollo, en ésa época no existían las cámaras digitales. En una de las primeras que nos sacaron nuestras compañeras, estamos Antonella, Carla, Yanina y yo, sentadas en el fondo del micro, del ómnibus en el que viajamos. Se nos veía contentas, felices, entusiasmadas. Ninguna de nosotras sabía lo que nos deparaba el destino, como Berie y Sils, pensábamos que íbamos a ser amigas toda la vida: soñábamos con actores de cine, queríamos conocer chicos lindos, disfrutar de los bailes y la diversión, amábamos el rock y las películas de terror, los libros de fantasía, repletos de magos y vampiros que nos hacían visitar otros mundos diferentes al nuestro. 

Esos tres días se quedaron para siempre en mi memoria. Nunca caminé tanto como en ése viaje a Tandil: tomamos cantidades de botellas de agua para hidratarnos, era octubre, primavera en Argentina, y hacía mucho calor. Ésa ciudad es famosa porque la gente practica mucho deporte, hay numerosos espacios verdes, además de los clubes deportivos. Con las profesoras y mis compañeras de la escuela, recorrimos el dique del Fuerte (al que yo llamaba "lago", en mi ignorancia), visitamos una reserva ecológica repleta de animales y forestación, hicimos el Vía Crucis que queda en medio de las sierras y subimos hasta la famosa piedra movediza, donde me fotografiaron junto a la célebre roca. 


La piedra movediza de Tandil



En Tandil, de día hacía calor y a la noche, refrescaba, tanto que tenías que ponerte una campera para no pasar frío. Hubo un día en el que llovió y yo me dediqué a sacar fotografías al lugar donde nos alojamos, que me encantaba porque tengo un alma gótica y disfrutaba de ese sitio tan lúgubre pero a la vez encantador. Yo me imaginaba que estaba en los páramos de Yorkshire, en el pueblito de las hermanas Brontë. 

Ése día lluvioso, dos compañeras intentaron enseñarme a bailar reggaetón y fracasaron estrepitosamente. Siempre fui una pésima bailarina, lo que yo disfruto es estar en el campo en los conciertos de heavy metal, no contoneando las caderas ni haciendo el perreo. Yo soy un poddle metalero, como el de la película "La Vida Secreta de las Mascotas". 

La última noche que pasamos en la ciudad serrana mis profesoras nos llevaron a comer pizza a un restaurante y luego caminamos de noche por la peatonal del centro. Estábamos felices y súper emocionadas, cantábamos canciones de Soda Stereo a todo pulmón. Conozco Córdoba Capital, Rosario y Buenos Aires, las ciudades más pobladas de Argentina, pero Tandil tiene algo especial. Es una ciudad bellísima, yo no sé si es el paisaje, los espacios verdes, la vibra, el lago del dique o la gente, tan amable y simpática. Una amiga mía que hizo ese viaje unos años antes, con el colegio, me dijo que en Tandil había "chicos lindísimos". Para ella, los tandilenses suelen ser hombres guapos. Yo no sé qué les dan de comer, si es por los quesos o los salamines, pero doy fe de que los hombres de allí son muy lindos, atractivos.




El castillo morisco del centro, también paseamos por allí y tomamos helado con mis amigas



Lo más irónico es que cuando yo conocí ésa ciudad, no sabía de la existencia del tandilense más famoso del mundo: el tenista Juan Martín del Potro. Aquel al que ovacionaron en los campeonatos de tenis más importantes del circuito de la ATP: en el US Open, Nueva York, en Wimbledon, Inglaterra, Roland Garros, en París y Melbourne, en Australia (el Australian Open). Así que yo estaba en Tandil y no sabía que era la tierra de ése tenista hermoso y atractivo que mide casi dos metros y tiene unos ojos verdes espectaculares. 


Del Potro en Tandil, su ciudad natal. 



Antes de volver a Buenos Aires, visitamos el castillo morisco del centro de la ciudad y una feria de artesanos donde compramos recuerdos para nuestros padres. Mis compañeras se llevaron remeras con el nombre de la ciudad, salamines -que son famosos en el país por su calidad-, alfajores... 

Octubre de 2008, fue la primera y única vez que visité Tandil, nunca más pude volver.
Es una pena, porque me encantaría recorrerla con más detenimiento. Sería hermoso poder pasear por todos los lugares turísticos, caminar alrededor del dique, sacar más fotografías e imprimirlas, comprarme una remera de recuerdo y probar la gastronomía local. Es una ciudad que siempre voy a llevar en mi corazón porque allí tuve las breves vacaciones más lindas, más bellas de mi vida. No fue por los paisajes -que son hermosos- ni por el modesto lugar donde nos hospedamos, sino por las personas que estaban conmigo en ése momento. 

Para mí, los pocos viajes que pude hacer fueron importantes no por los lugares que conocí sino por las personas que me acompañaron. Cuando era niña, fueron mi hermana y mi primo, de adolescente, mis amigas de la escuela secundaria. La compañía de ellas hizo que ese viaje fuera memorable. 


Vista panorámica de Tandil



La gastronomía de Tandil es famosa por sus quesos y salamines



Argentina es un país con un territorio muy grande y lugares hermosos para vacacionar. No es barato recorrerla. Hay muchas provincias de mi país natal que no conozco. No volví a irme de vacaciones con amigas o familiares hasta el día de hoy. No se pudo. Con mi hermana, soñamos con hacer un tour por Inglaterra, Escocia e Irlanda. Queremos ver la casa de Mr. Darcy en Derbyshire, visitar el pueblito de las Brontë en Yorkshire, ir a las Highlands escocesas donde se filmaron Harry Potter y Outlander, conocer Oxford, donde está la Biblioteca de Hogwarts, recorrer Londres, la de Dickens, Conan Doyle, conocer la Torre de Londres donde tuvieron encerrada a Ana Bolena, los castillos que aparecían en la serie Los Tudor, la Irlanda de Joyce y Claire Keegan... Y a mí me gustaría ir a Wimbledon (que tiene un museo), considerado por muchos periodistas deportivos como la catedral del tenis. Ojalá algún día podamos cumplir ese sueño, aunque no es nada barato, más para los argentinos, que estamos en el fin del mundo y por eso, todo es más difícil para nosotros.


Como Berie y Sils, nos alejamos


A mis amigas de la adolescencia, las recuerdo con cariño y nostalgia. A los 30, no somos las mismas que viajaron a Tandil y hacían todo juntas. A Carla no la veo desde hace más de quince años. A Antonella y Yanina, desde el 2018. No tengo contacto con ellas, ni por teléfono o redes sociales (que no tengo, así que jamás me encontrarán en Facebook, Twitter o Instagram). Las chicas tienen otras amigas con las que comparten el día a día, ya no les interesa conversar o pasar tiempo conmigo. Vivo a más de 150km de ellas. La última vez que tomé un café con Yanina, en la terminal de ómnibus de su ciudad, ya no teníamos de qué hablar, éramos dos extrañas. Como les pasó a Berie y Sils, los personajes de la novela de Lorrie Moore, fuimos inseparables a los 14, 15, pero luego ella se cambió de colegio y yo me mudé lejos, cerca de la Capital. 

Yanina me dijo que yo estaba "más seria y callada" que cuando éramos adolescentes. Es cierto: yo a esa edad era inocente, hablaba mucho, reía, era espontánea, entusiasta. La Cassandra adulta no es igual. En persona, es reservada, seria, parca y desconfiada. No fui la única que cambió, ella también. Su versión adulta es más alegre y sociable que la adolescente. Tiene novio, muchas amigas, sale de fiesta a los bares y consume sustancias ilegales. Se ríe de manera artificial, bajo los efectos de éstas sustancias, tratando de evadirse del mundo y de su difícil situación familiar. Ella tuvo la vida más dura de las cuatro. Su madre la abandonó a los quince años y tuvo que hacerse cargo de su hermana con discapacidad, que no habla, no camina y se alimenta con una sonda. La única que se quedaba a dormir en su casa cuando éramos jovencitas era yo. Las demás, no querían. Por eso ella nunca pudo mudarse y estudiar en una ciudad grande o tener un trabajo estable, porque tiene que cuidar a su hermana y su familia no tiene dinero para pagar una enfermera las 24 horas del día, los siete días de la semana.

Al leer el final de "Hospital de Ranas" me sentí identificada con la protagonista, Berie. Al terminar la escuela secundaria, me fui a vivir a una ciudad grande, donde pude estudiar una carrera universitaria. Yanina y Antonella, se quedaron en el pueblo. Yo conocí otro mundo, ni mejor ni peor, diferente. 

Las chicas ya no son más mis amigas, nunca nos peleamos ni discutimos, sino que la vida adulta nos separó. De ellas, me quedan los recuerdos de cuando éramos jóvenes e inocentes y no sabíamos los obstáculos a los que nos íbamos a tener que enfrentar en nuestras vidas como mujeres adultas. Ahí tienen a las cuatro amigas de la escuela del Interior: una modelo frustrada devenida en escort VIP, otra que lucha con sus adicciones, una eterna estudiante de Medicina que huyó de su ciudad natal (le mataron al padre en un episodio de inseguridad cuando tenía 15 años y nunca volvió a ser la misma. Fuimos las tres al velorio y al entierro, ése fue el primer muerto que vi: el padre de Carla) y Cassandra, la reseñista independiente, que aún está tratando de encontrar su lugar en éste mundo. 

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