"Lena y el marino que se parecía a Lord Jim"

Una reescritura de una escena de "La isla de la Mujer Dormida", de Arturo Pérez-Reverte







Advertencia a los lectores: 

Antes de leer éste texto, que es una especie de cuento, de fragmento, les recomiendo echarle un vistazo al post anterior. Si bien me da un poco de pudor publicar un relato de contenido erótico, aclaro que es una reescritura de una novela. Si les incomoda leer éste tipo de textos, pues, no lo lean. Ésta será la única vez que publique un relato de ficción de éstas características en éste blog. La próxima semana retomaré las reseñas de discos. 

Reescribí la escena erótica de ésta novela de Pérez-Reverte porque no me gustó la original y por eso decidí elaborar mi propia versión. Lo hice por amor al libro y a sus protagonistas. No por vanidad ni por tener pretensiones artísticas. Jugué a ser una jovencita que escribió su propio fanfiction. Si les gusta, está bien. Y si no, si alguien decide criticarlo, decir que no le gustó, que carece de calidad literaria o que es malo, tiene todo el derecho del mundo a hacerlo. No me voy a ofender ni ponerme a pelear con los lectores, porque no soy una hipócrita. Ésas son las reglas del juego. Las asumo y las acepto. Como lo hice desde que empecé a reseñar en webs y lugares públicos, hace cinco años. Aquí, lo tienen. Le di otra voz a Lena Katelios. Mi chica revertiana favorita. 


Ésta escena, éste breve relato, está dedicado a mi cartagenero preferido de ojos verdes chispeantes y sonrisa radiante de adolescente. Al escritor que aunque a veces meta la pata, tiene la sonrisa (y la mirada) más hermosa del mundo. 💓





"Lena y el marino que se parecía a Lord Jim" 

Por Cassandra 




Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía,
De tu mirada emerge a veces la costa del espanto.


Inclinado en las tardes echo en mis tristes redes
A ese mar que sacude tus ojos oceánicos.


Pablo Neruda



Lena Katelios se acerca al dormitorio de la solitaria casa de Syros, invitando con la mirada a Miguel Jordán a seguirla. En la habitación había una cama grande de matrimonio, un antiguo armario y una alfombra turca. Por las ventanas se veían las casas vecinas, el mar azul y las islas lejanas.  

Ella se quita el jersey y camina hacia la cama, luciendo su vestido blanco de algodón y las sandalias griegas. Observa con intensidad al marino rubio, alto y fuerte que se le acerca con cautela, como si se adentrara en un peligroso territorio desconocido. Se sienta en el borde de la cama, separa las piernas largas y se levanta la falda del vestido hasta la cintura, develando sus muslos desnudos y la ausencia de ropa interior. 

Jordán se arrodilla despacio y con cuidado acerca los labios y la lengua hacia su vientre, cierra los ojos y saborea la carne rosada y húmeda. 

—Sí, eso es. —dice ella, con voz ronca y baja. 

Se estremeció en su boca, varias veces, mientras un placer infinito y exultante le recorría toda la piel. De repente, Lena le pide al hombre que se detenga y se pone de pie, mientras su amante la imita. Ella le rodea la nuca con sus manos de dedos largos y suaves y lo besa en la boca. Un beso largo, húmedo, intenso y apasionado, que él le devuelve. La baronesa le acaricia lentamente el rostro con las yemas de los dedos y continúa besándolo, bajando desde las mejillas hasta el cuello, en el cual se detiene más tiempo. Lena tiene debilidad por esa parte del cuerpo de él, porque allí es donde late el pulso, donde se concentra la vida. Jordán la aprisiona entre sus brazos, sus manos grandes y toscas de marinero le acarician despacio, toda la espalda de arriba abajo. 

A ella le tiemblan las rodillas y se esfuerza para contener el deseo que le hace hervir la sangre en las venas y mantener el control de sí misma. Todavía no, pensó. Era demasiado pronto. Desabrocha con habilidad los botones de la camisa del marino y le acaricia todo el pecho ancho y fibroso, recubierto de vello dorado, para sentir la tibieza de su piel. Lo hace con ternura, lentitud y delicadeza, como si él fuera el ser humano más valioso e importante del mundo. Ése hombre que venía de una tierra tan lejana y que se parecía tanto a Lord Jim, era especial, era distinto, no como los amantes ocasionales que había tenido antes. 

Jordán la dejaba hacer y la miraba muy fijo. Lena observó sus ojos azules y amables, que se entrecerraron, tornándose cálidos. A él le afectaba el contacto de las manos de ella sobre su cuerpo. Eran tan suaves, tan pequeñas comparadas con las suyas. La abraza de nuevo, le quita el vestido blanco y la conduce hacia la cama, sujetándola de la mano. Ella quita la colcha, la arroja sobre la alfombra turca y se recuesta boca arriba encima de las sábanas blancas. 

—Ven aquí. —le pide, con una mirada pícara y desafiante. 

Desde la cama, ella lo ve desvestirse y acercarse: corpulento, decidido y silencioso. Lena pega su cuerpo al de él, le rodea la nuca con las manos y lo besa de nuevo, obstinada, insistente. Jordán, impaciente y con el deseo incendiándole las venas, sin poder contenerse más, se arroja sobre ella, sosteniéndose con los codos sobre el lecho, que apoya a cada lado del pecho de la mujer, con cuidado, para no aplastarla. Debajo suyo, Lena se arquea, le rodea la cintura con las piernas y mientras siguen besándose, entrelazando sus lenguas, explorándose con tanta intensidad y fiereza como si el mundo fuera a acabarse, él la toca con suavidad entre los muslos y cuando se percata de que ella está lista para recibirlo, se hunde en su carne tibia y húmeda, de a poco, sin prisas, hasta llegar a lo más profundo, bien adentro. Los ojos de ella se abren grandes, sorprendidos y se tornan más oscuros, tensos por el deseo. Jordán se adentra una y otra vez en el cuerpo delgado y flexible de Lena, mientras ella gime, le susurra palabras procaces al oído y le recorre la espalda entera con sus dedos largos, dibujando círculos sobre su piel cálida, cubierta de un leve sudor. 

Cuando él terminó de vaciarse en aquel vientre como si se le fuera la vida entera, la miró un poco preocupado, interrogándola sin palabras, para asegurarse de que lo había hecho bien. Ella adivinó sus pensamientos, le sonrió, complacida, dichosa y le susurró que sí, que se quedara tranquilo. Jordán se detuvo, aliviado, aún dentro de ella y la estrechó muy fuerte entre sus brazos. Sorprendido, vio como la mujer cerraba los ojos y recostaba el rostro sobre su pecho, como si fuera una niña indefensa. Se quedaron los dos juntos, con los cuerpos entrelazados, como si fueran uno solo. 

Mientras la abrazaba, Jordán pensó que dentro de Lena Katelios había dos mujeres muy distintas: una que podía ser feroz, altiva, dura, pero también otra que era tierna y dulce, como una niña inocente, ávida de afecto. Él nunca había visto esa calidez en su mirada antes, como en esa tarde en el dormitorio de la casa de Syros. Tal vez, ella fue así cuando era joven, se le ocurrió, en un destello de extraña lucidez. Tal vez, era así cuando tenía veinte años. Pero los estragos que la vida le había provocado, la cambiaron y la Lena que a él se le había develado en aquel lecho, solía quedar oculta para los demás, escondida tras una máscara de frialdad e insolencia. 

En brazos de su amante, satisfecha y relajada, ella no emitía palabras, parca como era. Prefería demostrarle su afecto al capitán Mihalis con caricias suaves y precisas. En ese dormitorio antiguo y casi abandonado con vistas al mar, Lena experimentó un sentimiento que estuvo ausente durante muchos años de su vida en Gynaíka Koimisméni, la agreste y solitaria isla de la Mujer Dormida. La baronesa, en ése instante, supo lo que era la verdadera felicidad, lo que era sentir tranquilidad y paz. Percibió cómo el frío y el dolor, la soledad que padecía y que abrumaban su corazón, se alejaban, se iban. 

El hombre alto y rubio, aquel marino callado y varonil que se asemejaba a un vikingo, que se parecía a Lord Jim, la abrazaba con fuerza, aún después del placer intenso que ambos habían compartido y disfrutado. Él comenzó a besarla de nuevo, con devoción: en la boca, en el cuello, en los senos… Y ella volvió a sentir calor, un calor que la inundaba por dentro, en el vientre y en el corazón. Lo miraba con sus ojos color ámbar encendidos de brillo y emoción. Jordán le hizo el amor una y otra vez, hasta que ambos quedaron exhaustos, entrelazados sobre las sábanas revueltas. 

Más tarde, ésa noche, mientras observaba al capitán de la Lykaina dormir a su lado, Lena Katelios no se sintió como una mujer muerta, sino como una que estaba viva porque comprobó que todavía existía un hombre sobre la tierra que podía amarla.  



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