Claro que no le habrá resultado fácil, porque cuando éramos más jóvenes y amigas,
yo usaba mi color natural de cabello, que lo llevaba largo hasta la cintura, repleto de ondas que se veían doradas al sol (de un rubio medio, no claro). Pero a pesar de que hace cuatro o cinco años llevo el cabello corto, lacio, por arriba de los hombros, de un color rubio ceniza, -dos números, dos tonos más claros que el mío-,
Dina me reconoció. Escondió su rostro cerca de la máquina de las tarjetas SUBE, no volvió a mirarme, y en cuanto pudo, cuando el colectivo se desocupó un poco, caminó hacia atrás, alejándose.
No nos dijimos ni una sola palabra, no hacia falta. No teníamos nada más que decirnos. La incomodidad flotaba en el aire.
Se preguntarán, ¿Qué pudo haber pasado para que dos chicas que en su juventud, se querían como hermanas, iban a todos lados juntas -el McDonald's, Subway, paseos por el centro, conciertos en DVD en nuestras casas, etc- se pelearan, perdieran contacto y no se dirigieran nunca más la palabra? La respuesta es muy simple: un hombre. O un muchacho, que todavía no era un hombre, porque en aquella época, todos éramos muy jóvenes.
En mi post donde respondí
70 preguntas sobre mí, hubo
una que fue dolorosa y espinosa de contestar. Si alguna vez, había perdido amigos. La respuesta fue:
"Sí, he perdido amigas mujeres por culpa de hombres". La verdad es que
no fue sólo una, fueron dos.
A la segunda amiga, la perdí porque me enamoré de un hombre al que ella consideraba "muy superior a mí". Para ella, yo no era una mujer lo suficientemente exitosa como para él. Llegó al punto de gritarme y casi insultarme, ofenderme, furiosa conmigo. Me trató como si yo fuera la Elizabeth Bennet del cuento, - y ella, Lady Catherine de Bourgh- indigna de ser la señora de Pemberley. Yo me limité a contestar, muda, sorprendida y destrozada: "Por favor, no me levantes el tono de voz". Me retiré y nuestra amistad, fue languideciendo lentamente hasta casi extinguirse.
Por supuesto que
no fue culpa del caballero en cuestión, quien no hizo nada malo salvo fijarse en una mujer que sus amigas consideraban que era "poca cosa" para él. Así que ya saben, tengan cuidado si alguna vez se enamoran de un hombre o una mujer que gana el doble de su salario, porque los van a acusar de ser unos "trepadores", que son incapaces de amar y que solamente se fijan en la cuenta bancaria del susodicho o susodicha.
Fíjense lo frágil que puede ser una amistad entre dos mujeres, lo fácil que puede romperse. ¿Por qué a las mujeres les cuesta tanto aceptar que a una amiga le vaya bien? Que tenga un buen empleo, un buen sueldo, una casa bonita, que su novio sea lindo, apuesto - y que sea exitoso en su profesión - que la otra sea más agraciada que una o que, haya tenido más suerte en determinados aspectos de la vida. Pero no, a veces entra en acción la miseria del ser humano, y la envidia, la competencia, los celos entre mujeres, llegan a resquebrajar y romper una amistad.
Volvamos a Dina y el misterio de porqué ya no quiere saludarme ni mirarme a la cara. Yo era amiga del que más tarde fue su novio, inclusive, fui la que ofició de Celestina. Más tarde me enteré, de que la que le gustaba al muchacho, un simpático guitarrista, era yo. Pero como no le hacía ni caso, porque lo veía como un amigo,
se quedó con ella, como dice el señor Collins de "Orgullo y Prejuicio", porque era una "aceptable alternativa". Yo era muy joven, tendría 18 años. En ésa época, me gustaba otro chico, un bajista, y luego, me puse de novia con otro, un amigo de ellos.
La cuestión es que llegó un momento, en el que el novio de Dina quería que saliéramos los tres juntos, y yo, incómoda y preocupada, empecé a alejarme, a distanciarme. Le veía bien claras las intenciones y debo aclarar, que puedo tener muchos defectos, pero hay un código que siempre mantengo: los novios de mis amigas no se miran, no se desean, no se tocan. Ni en broma.
Lamentándolo mucho, porque él había sido un buen amigo, una buena persona, muy tierno, dulce, amable conmigo, antes de todo esto, me hice a un lado, pensando, pobre ilusa de mí, que así salvaría mi amistad con ella, que era como una hermana para mi. ´
Las cosas no resultaron como yo quería. Unos meses más tarde, en medio de una separación que ellos tuvieron, el guitarrista no tuvo mejor idea que decirle a su novia que yo le gustaba muchísimo. Sin pensar, el muy idiota, que estaba destrozando una amistad entre dos mujeres que se querían mucho, que iban a todos lados juntas, se hacían confidencias, se apoyaban y contenían la una a la otra...
Si hay algo de lo que estoy convencida y que confirmé con el paso de los años, es que
la belleza, el ser una persona linda, bonita, agraciada,
puede llegar a convertirse en una auténtica maldición. Perdonen la honestidad y la crudeza - y la falta de modestia- ,pero no me cabe duda de que si hubiera sido una mujer fea, poco agraciada, no habría provocado la envidia ni la bronca de otras en determinados momentos de mi vida y me habría ahorrado muchas lágrimas, dolor y sufrimiento.
Cuando era adolescente, tuve que cambiarme de escuela porque el ex novio de la chica más popular del curso, se había encaprichado conmigo. Yo no sabía quien era, pero la señorita, agraviada y ofendida, me odiaba, y lo mismo, todas sus amigas. Tenía 14 años. Durante tres o cuatro meses, hicieron de mi vida en el colegio un infierno. Todo por causa de un chico, que ni siquiera iba a nuestro curso. Y que a mí, ni siquiera me interesaba.
En síntesis,
Dina, en lugar de enfadarse con su simpático novio, se enojó conmigo. Me dijo un par de cosas que no correspondían respecto a mi novio de aquel entonces -un tipo que no valía nada, pero yo todavía no lo sabía-, para ofenderme, porque estaba muy dolida por la confesión de su ex novio.
Nos peleamos y dejamos de hablarnos. No volví a verla hasta la semana pasada, más de diez años después.
Así fue cómo perdí a dos amigos, no a una. A él, por no corresponderle, nunca pude verlo como a un hombre, sólo como un amigo. Y a ella, por gustarle al muchacho que amaba. No digo que el guitarrista era del todo malo, al contrario, era muy buena gente y de las personas que yo más he querido en la vida. Gracias a él, escucho heavy metal. Pero cometió un error, en su torpeza, arruinó una amistad de dos chicas que se querían mucho, que eran amigas, casi hermanas.
Lo más irónico, es que cuando yo tuve que elegir quién seguiría siendo mi amigo, la elegí a ella. En cambio, Dina, escogió a un muchacho que no la amaba, que no la respetaba, que no la merecía. Cuando me bajé del colectivo, me preguntaba, qué habrá sentido ella al verme, tantos años después. ¿Tristeza, remordimiento, lástima? ¿Indiferencia, incomodidad, por nuestra amistad perdida?
Tal vez, siga siendo feliz con ése novio que le decía en la cara, que la mujer que él quería y deseaba, era yo, no ella. Que la eligió no porque la amara, sino porque era el plan B, la "aceptable alternativa". Y sin duda, Dina se merecía a alguien mejor, no conformarse con ése hombre. Pero bueno, fueron sus elecciones.
Para terminar, recuerdo las reflexiones de Tori Amos y de Florencia Freijo -escritora y politóloga argentina- respecto a la traición, la competencia y el odio entre mujeres. Es algo que existe, lamentablemente. Por eso, siempre preferí tener amigos hombres. Los celos, el odio, la envidia, la competencia, pueden cargarse una amistad entre mujeres en poco tiempo, si ésta no es sólida.
Al sexo femenino, todavía le cuesta mucho aceptar que a una amiga, le vaya bien, que tenga un buen trabajo, un novio guapo, que se vaya todos los años de vacaciones, que sea exitosa o que sea más linda que una... No estoy generalizando, no digo que todas las mujeres sean así, he conocido a muchas chicas buenas, solidarias, compañeras. Ojalá fuera así en todos los casos.
Pero mi experiencia de vida, me dice que, en algunos casos,
basta un hombre que se interponga entre dos amigas, para que la lealtad y la sororidad se vayan al carajo. Yo, al menos, he perdido a dos amigas por causa de hombres. De ahí a que le tenga más fe a mis amigos varones, que a las mujeres.
Y no se confundan, eh, yo soy mujer, adoro a mis congéneres, pero me encantaría que nos tratáramos mejor entre nosotras. Ojalá fuéramos más empáticas, más solidarias, más compañeras, dejáramos de apuntarnos con el dedo una contra la otra. Dejáramos de ignorarnos en el colectivo porque alguna vez, un muchacho torpe y desubicado, metió la pata y sembró la discordia. Pero los griegos, ya lo escribieron antes: el príncipe Paris dándole la manzana de "la más bella" a Afrodita, enfureciendo a las diosas Hera y Atenea. Y es que los griegos, casi siempre, tenían razón.
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