Todos los perros a los que amé
Cuando era niña, tenía la costumbre de escribir en un diario íntimo, -de ésos que te regalaban para los cumpleaños- costumbre que mantuve desde los 6 hasta los 15 años. Siempre me resultó más fácil expresarme por escrito que de manera oral. Todavía están guardados por allí, en un estante del placard. Uno de mis recuerdos infantiles (que le sigue causando mucha gracia a mi madre) es la parte en la que escribí que no soportaba a nadie de mi familia -entre hermanos, primo que vino a estudiar a Buenos Aires, tía, abuela, etc, éramos nueve personas en casa, lo que implicaba mucha gente, ruido y poco espacio- excepto a mi perra, Luana. Tampoco aguantaba a mi hermana menor, que era una caprichosa y una consentida (porque era la más pequeña) -amo a mi hermana, no me malinterpreten, pero no era fácil vivir bajo su sombra-. No es que no los quería, por supuesto, pero necesitaba un espacio propio que no tenía.
Luana era una perra caniche mestiza, que nos habían regalado. Una bola de pelos gris, cascarrabias y malhumorada como todos los caniches. Y gula como ella sola: le encantaba robarnos galletitas a mi hermana y a mí.
En la mayoría de las fotografías que mi madre me sacaba de pequeña, a los 4, 5 o 6 años, yo tenía cara de gruñona y enfadada o seria, taciturna. No me gustan las cámaras ni salir en fotos. No era una niña simpática. Nunca me voy a olvidar cuando en el jardín de infantes me disfrazaron de hada (con bonete y todo, me hicieron desfilar arriba de unas mesas con todos mis compañeros, porque era una fiesta de algo) y mi cara de odio y furia en la fotografía -con el rostro enrojecido de lágrimas, porque las hebillas para sujetar el bonete sobre el cabello me pinchaban y me hacían doler la cabeza-. Odiaba los actos escolares. Todo lo que implicaba disfrazarme y mostrarme -arriba de los escenarios del jardín y luego del colegio- me ponía los pelos de punta. Lo mismo cuando me obligaban a disfrazarme de dama española en la escuela primaria (para los actos del 25 de mayo o del Día de la Independencia, el 9 de julio), con ésos peinetones que te ponían en la cabeza -¡Cómo dolían, por Dios!- y las mantillas blancas... O cuando me llevaron a la playa a los 6 años y unas vecinas me enterraron la mitad del cuerpo inferior en la arena, para que pareciera una sirena y me fotografiaron. Mi cara de angustia y tristeza lo decía todo: ¡No me gusta ésto! ¡No me gusta ensuciarme con arena!"
Para colmo, mi hermana, la más simpática, dicharachera, sociable y payasa, se llevaba toda la atención -era la favorita de mi padre, lo sigue siendo hasta el día de hoy-. Sin embargo, hay fotos de cuando era pequeña, en la que milagrosamente, estoy sonriendo -y es muy raro que yo sonría, inclusive de adulta. Me refiero a sonrisas auténticas, relucientes y de oreja a oreja - y en esas fotos, estoy al lado de un perro. Ese perro, o mejor dicho perra, era Luana, la lanuda y peluda semicaniche gruñona.
Mi madre solía decirme: "ya de chiquita eras complicada. No te dejabas ver en las ecografías y me enteré que eras una nena cuando naciste. No abriste los ojos hasta que cumpliste unos meses". Mi hermana comía bizcochuelo con arena, no le importaba, y según mamá, cuando yo era chiquita (5 o 6 años), si me ensuciaba las manos comiendo churros con azúcar, me las limpiaba con cara de asco y desagrado, tratando de quitarme el azúcar de los dedos. Sigo siendo igual. No agarro una factura, una porción de torta o un churro sin una servilleta en la mano -y soy adicta a usar cremas de manos y manteca de cacao en los labios, pero ésa es otra cuestión-.
Aun así, Luana no era plenamente mi mascota. No la había criado yo, sino los mayores de la casa. Las primeras perras que sí fueron mías y de mi hermana menor, fueron una grandanés y una rottweiler. Greta y Mora se llamaban. Se las regalaron a mis padres. A mi madre no le gustan los perros machos -por una cuestión de higiene, dice que les gusta ensuciar por todos lados- y por eso nosotras nunca tuvimos uno, pero ella sí en su juventud, cuando estaba recién casada (un ovejero alemán hermoso, todavía tiene una fotografía vieja con el dichoso perro).
Si uno se pone a pensar, semejantes canes de gran tamaño y fuerza tal vez no eran ideales para criarlas con dos niñas de entre 7 y 9 años, más bien delgadas y pequeñas. Pero las cachorras eran adorables y se dejaron querer. Greta era de color gris con manchas negras y Mora, una rottweiler de tipo alemán, bajita y robusta, uno de los animales más hermosos, dulces, fieles y leales que tuve en mi vida, a pesar de la fama de feroces y peligrosos que tienen.
Cuando jugábamos con ella, sosteniendo una bufanda de lana de un extremo y nosotras del otro, terminábamos arrastradas por el suelo, porque era más fuerte que nosotras. Era menos arisca y más mimosa que la otra perra. Eso sí, la grandanés se dejaba poner gorros en la cabeza, anteojos de sol de juguete y sacarse montones de fotografías. Y si encontraba algún postre que sobraba en la mesa, se la robaba de lo alta que era. Ella fue la que murió primero, del corazón, a los 11 años.
Nunca me voy a olvidar cuando mi perra rottweiler, Mora, -que se ponía panza arriba para que yo la acariciara, lo irónico es que los vecinos le tenían terror, era muy guardiana- se enfermó. Le salió un tumor en la pata trasera, un cáncer que después se le extendió al resto del cuerpo. Yo tenía 18 años y cuando la veía así, me largaba a llorar desconsoladamente porque sabía que tarde o temprano se iba a morir. Un día salí por la tarde con unas amigas y a la vuelta, la perra no estaba. Mi madre la había llevado al veterinario y la habían sacrificado, porque la enfermedad se le había extendido y el doctor no quería que siguiera sufriendo. No había tratamiento posible para salvarla. Mis padres dieron su consentimiento y le dieron la inyección que la hizo partir al cielo de los perros, si es que existe. Eso si, con lágrimas en los ojos mientras la sostenían. Mora fue un buen animal. Fue muy duro perderla. La había tenido desde que era cachorra, había crecido conmigo y con ella se fue parte de mi vida.
También adoptamos una perra mestiza de la calle, que ya era mayor y era un sol de animal, agradecida, porque había pasado hambre antes y se quedó con nosotros hasta que se murió durmiendo bajo el sol, ya viejita. Luego nos regalaron una perra salchicha -también conocida como teckel- , de tamaño pequeño, color negro y fuego. La criamos hasta los seis años, porque luego de la separación o el divorcio, -que incluyó hasta los perros- mi padre se la llevó con él a la capital, Buenos Aires. Es pequeña, bajita, posesiva, celosa y orgullosa, una excelente cazadora -una vez cazó una rata enorme ella sola-. Como todo perro que vivía en mi casa, tenía una vida de reina y dormía arriba de las sillas y de las camas, al lado de los humanos. La echo mucho de menos, pero ahora -que ya no vive conmigo- la veo de vez en cuando, se ha convertido en una coqueta teckel porteña, bien cuidada, con canas porque ya tiene 10 años, a la que los vecinos de su edificio adoran y le sacan fotografías, porque es muy sociable e inteligente. La cajera china de un supermercado cercano siempre le regala golosinas para mascotas y le hace mimos.
El destino quiso que de adulta, volviera a tener otra perra grandanés, pero ésta vez una de color blanco y negro, una boston, más grande que la que tuve de pequeña. Parecía un ternero y cuando se paraba en dos patas, superaba la estatura de un hombre. Se llamaba Amunet y nos la regalaron unos familiares cuando tenía 2 años porque ya no la querían más. Era traviesa y rompía cosas, porque a los grandanés no se los puede dejar afuera, quieren estar adentro de la casa con los humanos.
Había sido un animal maltratado y cuando llegó a casa tenía miedo - a pesar de su tamaño- y estaba a la defensiva, porque le habían pegado varias veces. Después de unos meses, daba la patita, dormía arriba de las camas, del sillón, abría las puertas con el hocico y los dientes y ya era parte de la familia. Como el perro del dibujo animado Scooby Doo, le encantaba la comida y se hacía entender, cuando veía a alguien comiendo galletitas, también pedía. Cuando empezó la eterna cuarentena por el Covid, y yo estaba decaída de ánimo tras el encierro, la veía y acariciaba y se me levantaba el ánimo.
Amunet era tan inteligente que era casi humana. Cuando me acercaba a mi madre, ella comenzaba a ladrar, enfadada, marcando territorio. Se le subía sobre las piernas y le lamía la cara. Y cuando se fue de vacaciones por unos días, la perra lloraba por las noches porque la extrañaba. Fue la única vez que la oí llorar en los tres años que vivió en casa.
Era un animal hermoso, imponente, leal, dulce, bueno, cariñoso... Había que verla, con todos los cachorros de la teckel sobre el lomo, mirándolos interesada cuando eran bebés de pocos días, agachándose y haciéndose pequeñita para no aplastarlos. Era mejor madre que la otra perra. Un espantoso día de verano -uno de los más tristes de mi vida- tuve la desgracia de oírla agonizar por horas (un domingo, no había ninguna veterinaria abierta) porque se le había dado vuelta el estómago, hasta que unas horas más tarde murió, a los 5 años. Podría haber vivido 10, por lo menos. Mi madre afirmó, destrozada: nunca más quiero un grandanés. Son tan inteligentes, tan perceptivos, se hacen querer tanto, que son casi humanos. Mejores que ellos. Lloré por días al perder a esa perra. Fue horrible.
Luego de perder a ésta grandanés, de que mi padre se llevara a la teckel, las mujeres de la casa nos quedamos huérfanas de mascotas. Solamente nos había quedado una gata negra que era bastante arisca, el último felino que tuvimos. No queremos más gatos, porque los perros que tenemos ahora no los quieren.
Cuando cumplió ocho meses, vino a quedarse otra de sus hermanas definitivamente -porque mordió y atacó a un tortugo junto a su padre, al que casi matan- y fue "expulsada de su casa", así que la adoptamos. A diferencia de Gala, es pequeña, morena, de color negro atigrado, asustadiza y temerosa, desconfiada de los humanos. Vino con nombre mexicano -una ocurrencia de mi sobrina- y ya no se lo cambiamos.
Sé que el día que me marche de mi casa materna, las voy a extrañar horrores. No puedo llevármelas conmigo, porque yo no soy su "dueña", no me identifican como tal. Más de una vez, me he despertado con uno de éstos simpáticos animalitos lamiéndome la cara, subidas arriba de mi cama. -y aplastándome con los 25 kilos que pesan entre las dos-. Después empiezan a jugar y a pelearse hasta que me tengo que levantar, casi a los gritos para que se detengan, porque se ponen en modo Stitch, como el de la película de Disney.
Lo que más disfrutan hacer las dos hermanas caninas es dormir -son como osos, imposible interrumpirles la "siesta"- arriba de cualquier superficie cómoda y mullida; perseguir al gato rubio del vecino (el "Güero", lo llamamos, en honor al Güero Dávila de La Reina del Sur), pedir comida de humanos, levantar las patitas para que les hagan mimos, ladrar para que las hagamos jugar con pelotas de tenis a las que les gusta correr y atrapar -y pelearse entre sí para ver quien la muerde primero y se la quita a la otra- , mirar películas con su abuela humana, perseguir a la gente hasta cuando van al baño....
Y cuando la señora se ausenta y no hay nadie más en la casa, vienen en patota y se echan al lado mío, con sus cabezas arriba de mis piernas. Y yo las dejo para que no se pongan tristes, nerviosas o lloren. Les pongo música suave bajita -Tori Amos por lo general, metal nunca porque no les gusta- mientras leo un libro y allí se quedan, tranquilas. Recuerdo cuando me enfermé de Covid hace unos años -antes de las vacunas-, no me podía mover de los dolores horribles en la espalda, ellas vinieron y se quedaron a mi lado, como si supieran que me sentía mal.
Lo cierto es que los cachorros humanos no me generan esa ternura y amor incondicional que me provocan los perros. Todavía no sé porqué. Será que a lo largo de mi vida, comprobé que ellos, los animales, son más fieles, leales, valientes y buenos que los seres humanos. Porque no tienen maldad, no son crueles ni traicioneros.
Tengo que admitir que no soy una mujer efusiva y excesivamente sentimental. Siempre fui más bien callada y solitaria, desde niña. Como un animal solitario. Me gusta tener mis libros, mis películas, mi música. Mi espacio propio para disfrutar de todo eso. Todos los que somos fervientes lectores llevamos un gran peso de soledad en nuestro interior, aunque intentemos disimularlo. Tampoco soy de tener infinidad de amistades, siempre preferí más calidad que cantidad...
Pero si hay unos seres que con tan solo una mirada o un gesto me derriten por dentro y me despiertan un instinto maternal feroz de protegerlos, son mis perras. Que sé que no son mías -sino de mi madre, a fin de cuentas, se las regalaron a ella- pero yo las siento como mis hijas perrunas. Las cuidé y crié desde cachorritas, cuando llegaron en la pandemia. Y sé que algún día, cuando me mude de casa y parta a hacer mi camino -porque todos, tarde o temprano, tenemos que hacerlo, volar del nido- las voy a echar muchísimo de menos, y ellas, a mí.
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