El baúl lleno de libros que cruzó un océano





Uno de los temas que nos preocupan a mí y a mi hermana, por motivos laborales, es cómo lograr que los niños y adolescentes adquieran el hábito de la lectura. A veces, por más que nos esforcemos, llegamos a la conclusión de que la educación literaria comienza en la casa. Desde la escuela se puede ayudar, pero es más fácil si lo traen incorporado desde sus hogares. Si un niño o niña no tiene una biblioteca en su casa -y sobre todo, si no ve a sus padres leyendo- nos va a resultar muy difícil competir con la PlayStation, el televisor y el celular, el smartphone. No tengo hijos, pero sí sobrinos adolescentes y todavía me acuerdo de la cara de enfado de mi sobrina cuando mi hermana y yo la llevamos a una librería. "Me aburro", nos decía, con cara de enfurruñada. Y sí, como no se va a ocurrir si nunca la llevan a un lugar así. Le regalamos Harry Potter cuando era pequeña, saca de vez en cuando un libro de la biblioteca de su escuela, pero no conseguimos que lea con asiduidad. 

Entonces, empecé a recordar no cómo me hice lectora yo -ya hablé en otro artículo de eso- sino de la primera persona que vi leer libros en mi casa cuando era niña, que era mi madre. Ella no tiene estudios, apenas hizo la escuela primaria, como nieta de inmigrantes europeos -italianos y españoles, mejor dicho, piamonteses y gallegos- que vinieron a la Argentina a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, era muy pobre y a mi abuelo ni se le ocurrió que tenía que seguir estudiando. La mandó a trabajar con 12 o 13 años y a los 20 se casó. Hizo lo que se esperaba de una mujer argentina de su clase social, en plenos años '70 y comienzos de los ochenta: ser madre y esposa. A mi edad -los treinta- ya había parido tres hijos, de los que habían sobrevivido dos. Yo me preguntaba... ¿Cómo fue que una sencilla ama de casa de clase trabajadora, obrera, se convirtió en una lectora voraz y apasionada? 


En su casa, no había biblioteca pero me consta que mi abuelo materno (al que no conocí, murió joven de un cáncer de pulmón porque fumaba como un escuerzo) leía a Corín Tellado y fotonovelas, compraba el diario Crónica y a mi madre (que nació en 1959) le traía historietas del cacique Patoruzú, del dibujante argentino Dante Quinterno. Mi abuelo amaba el tango, al club de fútbol Boca Juniors -llevaba a mi madre a la Bombonera, la cancha- y a pesar de haber nacido en Córdoba, adoraba la Ciudad de Buenos Aires. Llevaba a mi madre a comer a las fondas y a pasear por la calle Florida. Por las fotos que he visto, era alto, delgado y tenía los ojos grises. 


Como buen hijo de italianos que era, amaba cocinar y sabía hacer pastas caseras, por lo que mi madre (cuando regresaba de los bailes en los clubes con sus amigas) los domingos, tenía que amasar la pasta casera con él. Supongo que por eso es tan buena cocinera... ¿De dónde sacaba los libros que leía cuando era adolescente, si el dinero no le sobraba? De una vecina que tenía una biblioteca amplia en su casa, de ahí leía poesía más que nada. 

Mi madre tenía dos tíos -hermanos de mi abuelo- que a veces venían de visita de Córdoba -los bisabuelos se instalaron allí cuando vinieron de Italia, con otros colonos paisanos- y se sentaban en el patio con un libro durante horas, leyendo. ¿De dónde habían sacado esa pasión por la literatura, si eran tan pobres y se habían criado en el medio del campo, entre frutas, verduras, gallinas y animales pequeños? Algunos -eran once hermanos- terminaron la escuela primaria y se fueron a trabajar a diferentes provincias de la Argentina, por eso mi madre tiene primos desparramados por todo el país. Varios de ellos hicieron estudiar a sus hijos (y luego a sus nietos) por eso hay primos docentes, abogados, profesionales....

Resulta que, interrogando a los ancianos de la familia, a los pocos hermanos vivos que le quedaron a mi abuelo que pude conocer y a los primos de mi madre que investigaron la historia de la afición lectora de la familia, me enteré de que mi bisabuela Luisa, nacida en Cherasco, Piamonte, era una mujer de clase alta y adinerada, que había estudiado en un colegio internado para señoritas en Suiza, hablaba tres idiomas (latín o griego, francés y alemán entre ellos, seguramente) y que sus autores favoritos eran Alexandre Dumas, Stendhal y Fíodor Dostoievski. Hay fotografías de la bisabuela en el dichoso internado, debe ser de las pocas que se trajo de Europa cuando cruzó el Océano Atlántico embarazada, ya con un hijo nacido allá. 






Cherasco, provincia de Cúneo, Piamonte, Italia. La ciudad donde vivió la bisabuela Luisa hasta que emigró a la Argentina.



Resulta que a los veinte años, la bisabuela -una chica bien, como en las películas- se enamoró de mi bisabuelo, que era un aventurero pobre, trabajador golondrina, que ya se había embarcado a la Argentina como polizón en algunas oportunidades, y la convenció de venirse a "hacer la América". Me la imagino, joven, impetuosa y enamorada - por las fotos, el abuelo era un tipo atractivo: alto y guapo, de ojos azules aturquesados- enfrentándose a su familia (que amenazaron con desheredarla si se casaba con él, aunque luego sus hermanos le enviaron su parte y así compró una casa quinta en Argentina) y subiéndose a ése barco en el puerto de Génova, para no volver nunca más a su Italia natal. Su acaudalada familia cayó en desgracia tras la Segunda Guerra Mundial, pero ella ya se encontraba muy lejos. La aventura americana no resultó como esperaba: llegó a un país extraño a vivir de manera austera, en la absoluta pobreza, a llenarse de hijos y se convirtió -según los pocos recuerdos de mamá- en una mujer amargada, resentida y de mal carácter, poco cariñosa con sus hijos y nietos. No era para menos, con el destino que había elegido y que le había tocado en suerte.  

Uno de los tíos de mi mamá (que falleció casi a los 100 años), me contó en un almuerzo familiar que su madre, la bisabuela Luisa, se trajo un baúl lleno de libros en italiano cuando cruzó el Océano Atlántico y por eso él y sus hermanos mayores leían y comprendían el idioma. Y esos tíos eran los que mi madre veía leer libros cuando era niña. 

Cuando tuve la ocasión de preguntarle a otra tía de mi mamá -la hija menor y la única que queda viva- por la afición lectora de la bisabuela, me contó que a diferencia de otros inmigrantes, su madre sabía leer y escribir, era una mujer culta que ni la pobreza ni los infortunios le habían hecho abandonar el amor por la cultura que había conocido en su familia de origen, en aquella biblioteca paterna que seguramente tenía en su palacete de Cherasco, pueblo que conoció Napoleón, por lo que vi en Internet. La abuela Luisa la mandaba una vez por semana a la biblioteca del pueblo a buscar libros y al cine, a que mire películas. Fue ella la que me dijo cuáles eran los escritores favoritos de la bisabuela, que era una ferviente lectora de los clásicos. 




Así que si soy lectora, en parte se lo debo a esa mujer intrépida y valiente, sufrida, a esa chica bajita, rubia natural, de ojos verdes avellana -a la que mi madre se parece tanto, por las fotografías que he visto- que antes de subirse a ese barco rumbo a la Argentina se habrá llevado (a escondidas, me imagino) unos cuántos libros de la casa de sus padres, cómo último recuerdo de su primera infancia y adolescencia. Que le puso el nombre de sus padres- en español- a dos de sus hijos y que por amor a un hombre, decidió dejar todo el mundo que conocía y mudarse a un país extraño y lejano. A esa mujer que no conocí le debo el hecho de que mi abuelo y mi madre leyeran y a que yo me convirtiera en lectora. A la rama italiana de la familia materna.



El hotel de los inmigrantes, en Buenos Aires. Ahí fueron a parar mis bisabuelos cuando llegaron a la Argentina

Inmigrantes europeos bajando de los barcos en el puerto de Buenos Aires, a principios de 1900


En cambio, mi abuela materna era hija de inmigrantes, gallegos. De Ourense y La Coruña. La bisabuela española era analfabeta y vino a trabajar como mucama a Buenos Aires, con una hermana. Nunca quiso regresar a España, había pasado demasiada hambre y miseria en su país natal como para querer volver. Por eso me conmovió tanto la novela biográfica "Mamá" de Jorge Fernández-Díaz, porque en la figura de su madre, Carmina, me imaginaba a mi bisabuela Josefa, a la que también mandaban a cuidar vacas y a lavar la ropa en el frío mar de Galicia -no en Asturias, como en su libro- la infancia de ambas fue muy parecida. 

El bisabuelo también era gallego, si bien humilde, sí sabía leer y escribir, y sus padres lo embarcaron rumbo a Argentina para que no fuera a una de las tantas guerras en las que España se metía. Él nunca perdió el acento gallego y mi madre lo adoraba. Sí soñaba con regresar a su país natal, pero nunca pudo porque era muy pobre. Era bueno, trabajador y amoroso, nada que ver a la abuela, que era "bravísima", en palabras de mi madre. 

La Coruña, Galicia, la ciudad de donde provenía mi bisabuela española.

Los bisabuelos españoles se conocieron en la capital, Buenos Aires, donde ambos vivían cuando eran jóvenes. se casaron y solo tuvieron tres hijas, una de ellas mi abuela, que murió cuando yo era niña. Eran tres muchachas de tez pálida, cabellos negros y ojos de color castaño oscuro. La más guapa era mi tía abuela, que es la única que sigue viva (tiene casi 80 años) de la cual heredé el color de los ojos - mi madre los tiene verdes y mi padre, castaño claro- y las cejas.

Así que como les sucede a muchos argentinos, soy una mezcla extraña producto de la mezcla entre hombres y mujeres de diversos países extranjeros. Los ojos oscuros son de herencia española, el cabello rubio medio dorado - un 7.3, según mi colorista, al que tuve que pedir ayuda para recuperar mi color natural luego de teñirme de rojo y luego, rubio claro ceniza- de la parte italiana (idéntico al de mi madre y la citada bisabuela Luisa) y los 1,73 metros de altura los heredé de mi familia paterna (mi abuelo, al que no conocí, era hijo de suizos alemanes y franceses. Era muy alto -casi 1,90mts-, delgado, de cabello castaño enrulado y ojos color turquesa).

Lo que más me llama la atención de todos esos bisabuelos y abuelos que no conocí y que apenas he visto en fotografías antiguas es que sino hubieran decidido cruzar el océano no estaría aquí. Tal vez yo no sepa hablar italiano, alemán o francés, tampoco piamontés o gallego, que eran las lenguas de ellos, pero no me olvido de que existieron y de que por esas extrañas casualidades de la vida que eligieron, nací en la Argentina. 

Ellos son parte de mi historia y tal vez, si mi bisabuela italiana no hubiera sido una ávida lectora (y no les habría transmitido esa pasión a sus hijos) ni mi madre ni yo amaríamos la literatura. O tal vez sí, pero me gustaría creer -porque me enternece- que aquel baúl que cruzó el Océano Atlántico repleto de libros en italiano tuvo algo que ver con nuestra pasión desaforada por ellos. Como si con ése gesto la abuela quisiera traer algo que consideraba muy valioso de su tierra, para dejárnoslo de manera simbólica a sus descendientes. 

El pueblo de mi bisabuela italiana, que le gustaba a Napoleón Bonaparte


Comentarios

Entradas populares de este blog

Listado de Reseñas

Los 10 mejores discos del metal sinfónico

El italiano - Arturo Pérez-Reverte