Sobre libros clásicos y bestsellers

 




Hace poco, por motivos laborales, tuve que hacer una infografía de una autobiografía lectora. No tenía a nadie más cerca y no me quedó otra que escribir sobre mi. Entonces, comencé a hacer memoria y a recordar cómo fue que me inicié como lectora, cuando era niña. Mis primeros cuentos y libros no los elegí yo, sino mi madre y mis maestras de la escuela. Por una parte, estaban los dos tomos azules de la colección Océano con cuentos tradicionales ilustrados (La Cenicienta, Blancanieves, Alicia en el país de las maravillas, El príncipe feliz, entre otros) que venía con dos cassettes en formato audiolibro, para oír en el equipo de música. 

Todavía conservo las primeras novelas infantiles, una de la Colección Libros del Malabarista de Editorial Colihue, que trata sobre un niño que amaba las locomotoras. Esa no me entusiasmó tanto como sí lo hicieron las historias de detectives, aventuras y fantasía que eligieron mis maestras del colegio. Por ejemplo, Alagatos, de Úrsula K. LeGuin, me encantaba. Aún están en mi biblioteca las versiones infantiles de la colección Azulejos de Editorial Estrada: El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde, las versiones de la Ilíada y la Odisea, un libro de relatos llamado La casa de Atreo (repleta de reyes y dioses griegos vengativos y crueles, pero fascinantes), El jinete sin cabeza de Washington Irving, una antología con las biografías de los dioses, los héroes y las heroínas principales de la mitología griega, que años más tarde me sirvió de gran utilidad cuando tuve que enseñar el mito de Teseo y el Minotauro....



También leía con voracidad las lecturas escolares de mi hermana, de hecho fueron tres de ellas las que de alguna manera, ayudaron a definir mis gustos y condicionaron los libros que elegiría años más tarde, de adolescente y de adulta. Dos eran de la colección El Barco de Vapor de SM: Asesinato en el Canadian Express de Eric Wilson, Octubre, un crimen de Norma Huidobro (un clásico del policial infantil que todavía se sigue enseñando en las escuelas argentinas) y El barco de vapor demoníaco de Thomas Brezina, de la saga de El Equipo Tigre (narraba cómo un grupo de niños detectives resolvían un misterio sobre un barco fantasmal y enfrentaban  diversos peligros). Otra novela que me cautivó fue ¿Quién le tiene miedo a Demetrio Latov? de Ángeles Durini, que trataba de un niño moderno que descubre que es un vampiro y debe enfrentarse con su condición ante sus compañeros de escuela. 


En mi casa no había biblioteca. Sólo atlas, enciclopedias, diccionarios, alguna Biblia, libros de historia argentina... A mi madre le gustaban los libros. Si la economía doméstica la hubieran manejado las mujeres, no dudo de que en aquél entonces las paredes de mi casa estarían repletas de estanterías con libros. Así que la biblioteca la tuve que armar yo, quince años más tarde. Todavía está en construcción, aunque cada vez es más difícil, por la crisis económica y el precio desorbitante y astronómico del papel, debido al aumento del dólar. El día que tenga mi propia casa sueño con un hogar con dos o tres paredes repletas de bibliotecas con libros, aquellos que marcaron mi vida, que fueron compañeros en momentos alegres y tristes, consuelo en horas difíciles, amigos de tinta y papel incondicionales que no me fallaron nunca. Y también, con estantes libres para ir llenándolos con nuevas adquisiciones, porque uno es lector mientras viva, la biblioteca es un proyecto de vida. 

El libro que me hizo amar la literatura y que me convirtió en una lectora apasionada no me lo dieron en la escuela ni lo eligió mi madre, sino que lo pedí yo luego de ver una película recomendada por mis amigas. Como le ocurrió a tantos niños de mi generación, fue la saga Harry Potter de J.K.Rowling la que me cautivó como ningún otro libro lo había hecho antes y descubrir ese mundo mágico repleto de aventuras, emociones, amistad, valor y peligros me hizo enamorarme de la literatura para siempre. El primero que leí fue la Orden del Fénix, al que le pude sacar más provecho un par de años más tarde, porque a partir de El Cáliz de Fuego las novelas de Rowling comenzaron a adquirir un cariz más adulto. A mis 11 años no comprendía demasiado sobre intrigas políticas, manipulación de la prensa y gobernantes corruptos, ni de las motivaciones de personajes sádicos y ambiciosos como la profesora Dolores Umbridge. Recuerdo que mi profesora de inglés de la secundaria, (también lo era de literatura) me dijo: "Harry Potter no son sólo libros para chicos, sino que son libros para grandes". No estaba equivocada. 

Por eso, cuando en la universidad me tocó escuchar a profesores u otros compañeros estudiantes hablar con desprecio de esta saga, llamarla "literatura comercial que no posee calidad" o sino, "es incomparable con Tolkien" sentí una inmensa rabia y no porque no les gustaran los libros, sino porque para criticar una novela primero hay que leerla. En el elitista ámbito académico (Letras sigue siendo una carrera muy conservadora) me encontré a muchas personas que afirmaban "haber leído sólo los clásicos" y que mostraban un profundo rechazo a la literatura popular o a los denominados bestsellers. Lo mismo con algunos docentes que opinaban que un autor valía la pena cuando llevaba 200 años muerto, recién en ese caso merecía ser leído y valorado por la crítica literaria. 

Reconozco que no fueron todos, tuve algún docente lúcido (con mayores conocimientos de pedagogía) que, por ejemplo, reconocía que las novelas de Harry Potter (a pesar de haber vendido millones de ejemplares a nivel mundial) eran superiores a varias obras de ficción escritas para un público adulto. Él nos decía que lleváramos al aula una novela juvenil que le gustara a algún alumno, aunque su calidad literaria no fuera la más notable. "Lo importante, es formar lectores", afirmaba. 

En mi opinión, que la saga Harry Potter tenga un éxito masivo no es sinónimo de falta de calidad literaria. Hay bestsellers buenos y otro que no tanto. El prejuicio muchas veces nos hace perdernos de libros maravillosos. Eso sí, hay autores y autores. Los libros de Rowling soportaron varias relecturas y salieron airosos, no así los de Stephenie Meyer, por ejemplo. Leídos con mi inocencia adolescente, eran valorados de otra forma, hoy en día de la saga Crepúsculo sólo rescato el primero, y por motivos sentimentales. Ambas autoras tuvieron un éxito impresionante, pero sólo una de ellas me parece una excelente escritora. 



Harry James Potter, el héroe literario del que me enamoré cuando era niña.. 

Si bien tuve docentes en el nivel superior que tenían una mentalidad más abierta y moderna, menos elitista, respecto a los bestsellers, no fue así en la mayoría de los casos. Los clásicos eran los que valían y lo demás, no. Lo que se vende, lo que es actual, no era digno de ser considerado "literatura". Me sentí tan intimidada que en una clase de literatura latinoamericana, me costó expresar que me encantaban las novelas de Isabel Allende, porque bueno, allí los bestsellers están "mal vistos". No sólo por profesores, sino por algunos compañeros. 

Todavía recuerdo al profesor que me recomendó no confesar o decir en público que me pasaba los veranos leyendo novelas de detectives o novela negra escandinava (Mankell, Larsson, Camilla Lackberg, Jo Nesbo, entre otros...).Hablábamos de "lecturas clandestinas", para él, un profesor de literatura solamente debe leer autores prestigiosos, o al menos, aparentarlo.  O sea que, según su criterio, nos quedamos con el canon de Harold Bloom, o el canon de cada país y lo demás, afuera. Yo le contesté, delante de todos mis compañeros, que no me avergonzaba de ello, que demasiado tenía en el resto del año con las lecturas académicas y que uno necesitaba disfrutar y pasar un buen rato leyendo.

Como no tuve biblioteca en mi casa, de adolescente, porque el dinero para comprar libros no sobraba, me hice socia de la biblioteca pública del pueblo donde vivía y ante la indiferencia de mi profesora de literatura de la secundaria (a la que le pedí una lista con recomendaciones y jamás me la dio), yo misma, con 13 años, comencé a explorar los infinitos estantes repletos de libros, a veces tenía que ponerme en puntas de pie para llegar a los más altos. Tocaba los lomos de los libros con mis manos, pasaba la vista con detenimiento por cada título y elegía, un poco al azar, los que me llamaban la atención. 

A veces pasaba más de una hora embelesada caminando por los pasillos, a la caza de esos seis libros que me llevaría en préstamo por quince días. Llevaba la mochila cargada hasta mi casa, feliz, satisfecha, a la expectativa de leer todas esas aventuras fascinantes en las que me perdería por los próximos días. Por lo general, eran 40 libros por verano. 

La bibliotecaria no me guiaba (aunque me hubiera hecho falta, más a esa edad), me dejaba recorrer los pasillos, los estantes a mis anchas. Hoy en día, extraño esa biblioteca a estantería abierta. Hace años que no piso ese lugar (ya no vivo allí) pero siempre lo recordaré con nostalgia y ternura. Yo me formé como lectora en una biblioteca, no en la escuela. Una vez le pregunté, a la bibliotecaria,  cuándo iba a poder considerarme una lectora. Ella me señaló una pared entera con una estantería enorme, llena de libros y me dijo: "Cuando hayas leído todo eso". Y yo pensé, un poco intimidada, que no iba a llegar nunca a leer todos esos ejemplares. 

A varios títulos de los leídos en mi adolescencia ya no los recuerdo, a algunos sí. No tengo físicamente ni la cuarta parte de los libros que he leído. La mayoría los tomé prestados de la biblioteca. Sí me acuerdo de algunos: El signo de los cuatro, Aventuras de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, El padrino de Mario Puzo, la trilogía del Águila y el Jaguar de Isabel Allende, El hombre de la máscara de hierro, de Alexandre Dumas,  Romeo y  Julieta, Macbeth de Shakespeare, todas las novelas de Jane Austen, una veintena de títulos de Agatha Christie de la Editorial Molino (Hércules Poirot se convertiría para siempre en mi detective favorito), algunas novelas de Sidney Sheldon, fueron tantos ahora que ya no me acuerdo de todos...  Las poesías de Pablo Neruda y Alfonsina Storni fueron uno de los descubrimientos más emocionantes que hice en mi juventud. También los Sonetos de Shakespeare, que me parecieron una belleza. 

Años más tarde llegaron Stephen King, mis amadas hermanas Brontë, las sagas juveniles como Percy Jackson de Rick Riordan, Los juegos del hambre de Suzanne Collins, los Cazadores de sombras de Cassandra Clare, las novelas de Rainbow Rowell, la trilogía Divergente de Veronica Roth... 

Y también, los autores clásicos como Sófocles, Eurípides, Chaucer, Boccaccio, Petrarca, Goethe, Shakespeare, Dickens, Dumas, Víctor Hugo, Dostoievski, Borges, Cervantes, Flaubert, Pushkin, Virginia Woolf, Kafka, Proust... Todavía me falta conocer a muchos. A veces siento que no me va a alcanzar la vida para leer todos los autores que debería. 

Supongo que por cómo me hice lectora, aprendí a amar y a disfrutar ambas, la literatura clásica y más canónica, y la actual, la contemporánea, la de los escritores vivos, ya sea que vendan poco o millones de ejemplares. Hay autores de bestsellers que son realmente brillantes en lo suyo (Rowling, Allende, Camilleri, por ejemplo) , que tienen oficio y que su éxito es más que merecido. Nunca me he avergonzado de leerlos y fueron ellos los que me provocaron horas intensamente felices, como me sucedió hace poco con la magistral Violeta de la autora chilena. O con Inés del alma mía, donde volvió a maravillarme de nuevo con su inmenso talento, a pesar de que ya había leído varios títulos suyos en mi juventud. 



Cuando leo clásicos (y más si tienen su dificultad, como me ocurrió con Frankenstein de Mary Shelley o con Los hermanos Karamazov de Dostoievski, o con Rojo y Negro de Stendhal, ¡Cómo odié a ese Julian Sorel! ¡Qué tipo más desagradable! ) suelo ponerme de mal humor. Porque no puedo leerlos tan rápido, porque me demoran más tiempo o porque me irrita que no sean accesibles como otros libros. Pero tienen su recompensa, porque son un desafío intelectual y siempre nos dejan algo. Nos hacen más cultos, más sabios. Leer no sólo es conocer historias, sino que también aprendés léxico, vocabulario. Cada autor es un mundo en sí mismo. Y hay mundos que son interesantísimos y que nos perdemos en ellos con una confianza ciega y absoluta. 

Tengo la costumbre de anotar en un cuaderno fragmentos de libros que me gustan. Y allí, hay anotaciones tanto de clásicos como de bestsellers. Ambos me han hecho felices y ser la lectora que soy. Todavía me queda mucho camino por recorrer y autores por descubrir, por lo tanto, un libro que te enseñe algo o te entretenga en tiempos en los que uno necesita despejarse y pasar un buen rato, es un amigo, un compañero. Es consuelo y compañía cuando a veces ni los humanos que te rodean pueden ofrecértelo. 

En mi humilde biblioteca en construcción, se mezclan los clásicos con los bestsellers. No tengo todos los que me gustaría ni todos los que he leído, pero allí están. Y no me avergüenzo de ello, porque uno no solamente lee para ser más culto o más inteligente, sino para ser feliz. 



Ilustración de Cumbres Borrascosas, mi novela preferida. 


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